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El contacto íntimo entre pobreza y
riqueza
Jaime Riera
Durante toda la segunda mitad del siglo XX, la gran mayoría de los
conflictos planetarios fue encasillada en una especie de jaula conceptual en
la que predominaban dos polos: el Primer Mundo y el Tercer Mundo, o dicho de
manera menos eufemística, los países ricos y los países pobres, el norte y
el sur. Ambos mundos parecían vivir el uno para el otro y las teorías
económicas y sociales describían una dialéctica cerrada que intentaba
explicar el progresso de unos y la miseria de otros casi exclusivamente en
función de este enfrentamiento sin mirar apenas lo que ocurría al interior
de ellos.
Entre las grandes transformaciones de las últimas dos décadas asume una
importancia fundamental el desdibujamiento de dicho esquema y el retorno
inesperado del conflicto entre las clases sociales al interior de un planeta
cuyas fronteras ya no separan tanto a los países entre sí cuanto a las
diferentes realidades que dentro de ellos se enfrentan. Los elementos que
caracterizaban la vida social del llamado Primer Mundo aparecen incrustados
en casi todos los países antes llamados pobres, mientras que el desbarajuste
tercermundista constituye parte integrante ineliminable y creciente de las
naciones desarrolladas. El paisaje es común, con un predominio alternado de
la riqueza y la pobreza sin solución de continuidad fronteriza.
Estas realidades a menudo se ocultan a los ojos de viajeros y visitantes que
recorren sea por turismo o por negocios los distintos países y regiones, así
como no aparecen reflejadas por los grandes números de la macroeconomía. Sin
embargo, es relativamente fácil entrar en contacto con ellas: basta con
internarse en los extensos barrios pobres de ciudades occidentales como
Nueva York, Los Angeles, París o Londres, o pasearse por las avenidas de los
ricos en Ciudad de México, Buenos Aires, Santiago o muchas capitales
africanas o asiáticas. Es sobre todo en los grandes conglomerados urbanos
donde el Primer y el Tercer Mundo ahora se rozan, casi siempre sin verse ni
entrar en contacto en la vida cotidiana normal. Pero no siempre la vida es
normal y cuando explotan los desastres naturales o los conflictos sociales
abiertos, la realidad sin fronteras se despliega ante nuestros ojos.
Dos ejemplos de las últimas semanas sirven para ilustrar lo dicho: los
repetidos incendios con decenas de muertos en los tugurios parisinos donde
se amontonan miles de pobres tras la fachada normal de la Ciudad Luz y la
catástrofe aún en curso de Nueva Orleans, que deja al desnudo la extendida
plaga de la miseria urbana estadounidense. Miseria y desigualdad que siguen
creciendo por doquier en proporción directa a la aplicación de políticas
neoliberales para las cuales la integración social es un concepto
completamente “pasado de moda”. La otra cara de la medalla es la cara
impertérrita de las elites, que se parecen en todas partes, que hablan el
mismo lenguaje en Bombay como en Río de Janeiro o Madrid, y que se mueven
por autopistas y guetos segregados con el declarado objetivo de no ver, no
escuchar, no tocar.
Cuando las elites políticas de la parte más desarrollada del mundo creyeron,
hace unos veinte años, haber resuelto definitivamente los aspectos más
escandalosos de la injusticia social, no se imaginaban que la luz del nuevo
siglo iba a iluminar un escenario nuovamente inquietante para ellas. Al
empobrecimiento constante de los trabajadores nativos se añadiría el
surgimiento de un nuevo proletariato inmigrado difícilmente integrable en
los parámetros socioeconómicos de la crisis actual. Si en EEUU el rápido
crecimiento de la pobreza es consecuencia directa de la política
descerebrada de los últimos gobiernos demócratas y republicanos, en Europa
occidental concurren a ello muchos factores políticos y económicos.
Pero el resultado es el mismo, el crepúsculo de los tiempos en que la
acumulación de riqueza se traducía automática o planificadamente en progreso
social. Así, la principal potencia mundial se ve obligada a pedir ayuda para
afrontar las consecuencias de una inundación que deja un reguero de miles de
muertos, sufriendo de paso la humillación de la oferta cubana de médicos a
fin de paliar los padecimientos de los pobres de Nueva Orleans, la ex
capital mundial del jazz.
Fuente:
http://www.lanacion.cl/
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